El tesoro
La casa siempre se llenaba de voces, más aún cuando había algo que festejar. Tazas tibias, servilletas con migas, olor a café y a pan recién hecho. Afuera, en el jardín, habíamos escondido los huevitos de Pascua bajo macetas, algunas rotas como para despistar y otras más sanas. También en la higuera vieja, y uno —el más difícil— detrás de la virgencita de yeso que protege la entrada.
María y Antonia corrían felices con una canasta de mimbre que les quedaba grande. Juanma, el más chico, iba atrás, tropezando con todo, pero riéndose igual, como si hubiera encontrado todos. Cada vez que descubrían uno, saltaban como si fuera oro. María, que tiene seis y una voz que parece de dibujos animados, se los daba a Juanma sin que nadie se lo pidiera, como repartiendo la ganancia después de una victoria. Antonia no se quedaba atrás. A veces nos dejaba a todos sorprendidos con sus ocurrencias. Un rato antes había dicho que compartir era el mejor tesoro. Nadie se animó a contradecirla.
Desde la galería techada los mirábamos, mientras mareábamos el chocolate en las tazas. Nadie decía nada. Solo los observábamos agacharse, buscar entre hojas, chocolates que parecían un milagro.
De pronto, Juanma pegó un grito. Había encontrado el premio mayor. Todos nos reimos. Y entonces pensé
—porque los adultos siempre pensamos cuando no sabemos bien qué sentir— en cuánto hacía que no buscaba nada.
Nada que no supiera dónde estaba. Nada que me sorprendiera de verdad.
Miré mi taza vacía. El cielo. La canasta y me pregunté, sin decirlo en voz alta: ¿Cuándo fue la última vez que encontré un tesoro?
Adrián Delgado