El cuerpo
«El que acepta el mal sin protestar coopera realmente con él.»
— Martin Luther King, Jr.
El techo de caña cruje con el viento. Las grietas, dejan que entre el frío como quien entra a su casa sin siquiera pedir permiso. Hay días en los que me pregunto cómo sería mirar hacia arriba y ver un techo que no llora.
Pestañeo y aparece mi madre. Esa mujer dura, de manos ásperas y pies pesados, la que me decía que había que aceptar la vida como viene. ¿Y si no quiero, mamá? ¿Si no quiero seguir tragándome este barro que se pega en los pies y nunca se va? La vida se decide antes de que nazcas, como quien ya te escribió el destino en un papelito sucio y arrugado. Nacer pobre fue una condena.
Siempre recuerdo a mi mamá doblada sobre la cocina, con esa mirada perdida, tragando saliva, imaginando otra vida, viviendo en otro mundo, lejos de nosotros, lejos de él. Mi padre la llamaba a los gritos, y ella siempre dejaba lo que tenía en las manos y corría. Siempre corría. Lo único que encontraba cuando llegaba era una mano dura que la empujaba contra la cama, la mesa o la pared. Así era mi padre.
De chica, aprendí a no hacer ruido. Me metía bajo la mesa con mis hermanos y nos tapábamos los oídos. Pero de nada servía. Los gritos de mi madre siempre se colaban, como el viento helado entre el cañizo. “No quiero” suplicaba ella, mientras los golpes sonaban como campanadas de una misa de domingo. Después de un largo rato solo había silencio, mi madre salía de la habitación con vergüenza, mientras asfixiaba el llanto. Muchas noches, me jure a mí misma que nunca dejaría que un hombre me hiciera lo que le hicieron a mi madre. Pero las promesas no sirven de nada cuando naces pobre. Una aprende a tragarse las palabras, a hacer espacio para los silencios y a esconder los sueños donde no quemen tanto. Y en esos silencios, mientras intentaba no pensar en lo que no tenía, se me vino él. Omar. El amor de mi vida. Me pregunto cómo hubiera sido mi vida si la Luchi no se hubiera casado con él. Pero no había opción, ¿no? Ella quedó embarazada a los 14, y él tuvo que hacerse cargo. Siempre me dolió, pero nunca se lo dije. A nadie. Ni siquiera cuando lo veía pasar por mi ventana y mi corazón se colgaba de mi garganta.
Con el Enrique no hubo amor. Nunca lo hubo. Era el amigo de mi papá, un tipo de casi cuarenta cuando yo apenas tenía diecisiete. "Te casas igual", me dijo mi viejo tras darme esa cachetada que me dejó el oído zumbando por días. No lloré. Llorar era un lujo que no me podía dar, fue en ese momento en el que supe que mi vida no sería diferente a la de mi mamá.
Con él solo había olor a tabaco y alcohol. Las primeras noches intenté resistirme, pero una sola cachetada bastó para entender que una, no escapa así nomás del destino. Y así, los gemidos forzados, los movimientos mecánicos, la sensación de tener algo muerto dentro de mí: todo eso se convirtió en una rutina, era como sumar dos más dos, el resultado siempre daba igual.
A los 20 años aprendí a hacer pan, amasar me salvó la vida. Me levantaba a las cuatro de la mañana, con las manos frías y los pies descalzos, amasaba hasta que el cansancio me adormecía, y así nada me dolía. Mis hijos nunca se enteraron. Nunca les faltó nada.
– ¿Te duele? – me preguntó Enrique con la voz ronca y entrecortada, mientras me violaba.
– No me duele – le respondí ida, finjo. Gimo despacito, como aprendí a hacer para que todo quede en calma. Él sigue moviéndose encima mío, su aliento agrio en mi cara me da náuseas, yo cierro los ojos y pienso en cualquier otra cosa. El acaba rápido, con esa brusquedad que me hace temblar, y así sobrevivo, mirando hacia el techo e imaginando mundos que no existen y otros que existieron.
-Ha !!! - Exclama Enrique cansado mientras se tira a un lado, yo aprovecho para levantarme, voy al baño y me miro en el espejo. Hay días en los que pienso que podría matarlo. Que podría agarrar un cuchillo de la cocina y que no me temblaría la mano.
"No quiero", grita la Esthelita en mi cabeza. Esa niña que lloraba mientras su padre la arrastraba al altar. Pero ya no soy esa niña. Ahora soy una mujer que aprendió a tragarse todo, mientras hace pan.
– Esthela, Esthelita –se escucha junto al golpeteo de unas manos en la puerta de casa, el batir de esas manos me saca del baño. Salgo al comedor, corriendo la cortina que separa la pieza. Enrique está tirado en la cama, roncando. Abro la ventana con cuidado, es Clarita, la vecina de al lado, quizás viene a pedir ayuda, es lo primero que pienso, seguro otra vez le pegaron.
– Esthela... – su voz tiembla como quien anuncia una gran tragedia.
– Lo encontraron. Encontraron un cuerpo en el río, es Benja. Tu hijo... está muerto.
Quiero gritar, pero no sale nada. Solo pienso en Enrique, tirado en la cama, y en las veces que lo maté en mi cabeza. Lo maté con un cuchillo, con una piedra, con veneno. Lo maté tantas veces que ahora me pregunto si también maté a mi propio hijo.
Clarita sigue hablando, pero no escucho nada. Solo siento el frío del viento y el peso de todo lo que cargué durante años.
Y por primera vez en mucho tiempo, quiero llorar.
Adrián Delgado