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Poema del nunca más

Cuando regrese la semana próxima le voy a pedir que me muestre el baúl de las fotos, porque antes se tomaban para perpetuar momentos, lugares entrañables, o personas que uno quería recodar. Algún extraño se podía colar, pero la abuela siempre encuentra la forma de descubrir al ignoto, y si no, inventa. Tal vez eso sea lo más divertido del juego. Tengo que saber, necesito que me cuente, y si no, que me invente una historia.


Sábado en la tarde, el té a la temperatura justa reposando entre las paredes regordetas de loza Willow, el mantel blanco bordado a mano, el del ajuar, con las iniciales de los consortes en dorado apagado por el tiempo, la fuente de porcelana con el borde apenas cascado que la abuela disimulaba acomodando el pan con manteca y azúcar en forma de corazón, el florerito de cristal con los primeros cuatro jazmines del mes de diciembre, y un rabioso rayo de sol que atravesaba el ventanal del jardín dibujando un arcoíris en el espejo biselado de la sala, y dos tazas enfrentadas a la espera de una charla amena.


Andrea llevó al encuentro la foto color sepia que descubrió entre las páginas 14 y 15 del libro de poemas preferido de su madre de autor inédito. Un par de fines de semana atrás había tomado fuerzas suficientes para desarmar su casa, y pasó toda la mañana del domingo clasificando los centenares de libros de la biblioteca familiar. En vida de su padre, la biblioteca lucía como librería, era muy sencillo acudir al encuentro de lo que uno buscaba, cada estante tenía un género literario, y todos desfilaban en estricto orden alfabético. La poesía tenía asignado el lugar más alto, así que su mamá subía la escalera, y sentada en el último escalón, quedaba extasiada por largo rato. Los versos fluían desde su falda, algunas veces le pintaban una sonrisa, y otras alguna lágrima. Hacía años que la biblioteca había perdido la disciplina, y si bien lucía tan colosal como siempre, sus visitantes ya no le temían, se sentía un respeto amable.


—Abuela, yo sé que te pone un poco triste hablar de mamá, pero en el libro de poesías, ese que releía mil veces y cada vez como si fuera la primera, encontré esta foto, y lo único que tiene anotado es diciembre de 1950 ¿Quién es? Tal vez podríamos buscar en el baúl de fotos ¿No?


Limpió las gafas para ganar un poco de tiempo, tomó la foto, la acercó, la alejó hasta alcanzar la extensión de su brazo, y la apoyó sobre la mesa. Sirvió el té, puso una cucharadita de azúcar, una segunda y revolvió lentamente, simulando buscar en su memoria.


—No es necesario el baúl, esa historia la recuerdo bien. Y a esta altura a nadie le importa que la cuente. Los secretos solo tienen sentido entre los vivos, y Aurana ya está muerta.


En aquellas épocas, y en ese tipo de familia no había mucha alternativa, las mujeres tenían como destino cierto casarse con un buen hombre, tener hijos, y con suerte podían tomar alguna clase de música, y francés. Los modales y los secretos para tener un buen hogar, se iban transmitiendo de generación en generación, y las lecciones comenzaban desde el vientre, las niñas no patean. A Aurana la cazaron de jovencita, su hermosura era natural, no necesitaba tocar el piano ni hablar francés. Esteban quedó atrapado cuando la vio en aquella fiesta. A los pocos días solicitó permiso a su padre para visitarla, y a los dos meses le pidió la mano.


Andrea ya conocía esa historia, igual escuchó con atención, la abuela necesitaba escupir sus culpas. En aquellos tiempos – ni tan lejanos ni tan diferentes - las mujeres asentían por omisión, aunque por dentro les quemara un amargor ácido, como el que se saborea a contra gana después de un vómito.


—Es el escritor, se llamaba Amadeo, era amigo de tu padre, visitaba a la familia con demasiada frecuencia, acá no se ve su rostro, la foto la sacó tu madre de espaldas y a sus espaldas.


—¿Por qué no lo recuerdo?


—Desapreció el año que naciste.


Aurana lo conoció en una tarde de abril, era discípulo de su marido, y le bastó leer aquel poema para sentir por primera vez ¿Amor? No supo bien que nombre darle, lo cierto era que su vida se redujo a la esperanza de verlo una vez más, de oler aquel aroma a tabaco y madera dulce, de vibrar con sus poemas, de implorar que ese calor húmedo renaciera de su entrepierna, de sentir sus manos suaves recorriendo su cuerpo hasta empalagar sus pechos. De ahí en más, cada jueves en la noche, esperaba que Esteban se durmiera, y se escapaba a la biblioteca, al reencuentro de sus versos, y los recitaba acariciando pasiones prohibidas.


Cinco años después, el día de su cumpleaños, Esteban le regaló una cámara de fotos. Aurana se la había pedido con la excusa de fotografiar los jardines. Se la veía desaparecer durante horas, en los fríos inviernos caminaba entre árboles desnudos y verdes perennes. En cada primavera volvía a sentirse viva, los aromas intensos, la valentía de los brotes hinchados explotando en colores intensos. El presagio de lo que vendrá.


El jueves siguiente a su cumpleaños se animó y le sacó una foto. Esperó un

descuido de su marido, y desde el umbral de la puerta del escritorio perpetuó la imagen

de su Amadeo sin rostro. Su amor seguía inconfeso, su valentía solo le permitió tomar esa

foto y sentir su presencia más allá de los jueves.


Años más tarde llegó una nueva primavera, esta vez fue diferente, su vientre también había florecido. Lloró con lágrimas de amor.


El último jueves Aurana descubrió un nuevo invierno, ese duró para siempre. Escondida detrás de la puerta entreabierta los escuchó:


—No puedes venir más Amadeo, lo nuestro tiene que terminar. Aurana está embarazada.


Amadeo se levantó lentamente, le entregó su libro de poemas, y abatido por un nunca-más, lo besó por última vez.



 Gabriela Ballerio


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