El vuelo
Si hay algo que abunda en las hondonadas de las sierras, es la sana brisa que aviva las ramas de los arbustos. Sin embargo, a pesar de su inmanente constancia, silba apenas, y con la misma cadencia modulada, con que va remangando todo lo quieto. Ahora, mientras acomete desde esta mañana lustrosa, respiro su eco azul sincronizando mis movimientos de equilibrio, con la frecuencia de sus empujes enrasados.
Mi cuerpo se asoma por sobre el valle, justo un instante más allá de haber traspasado el umbral pedregoso de la última ladera. Hipnotizado por las sombras de las nubes en traslación, más notorias que mi resbalosa huella cruciforme, reconozco aquella víbora embalsamada serpenteando hacia el oriente. Desde lo alto, no llego a ver el agua fluyendo, pero sí adivino su aura fresca en la vegetación protuberante que crece en sus márgenes.
A pesar de mi expandido campo visual, no advierto otra presencia que la del aire soportando mis alas. Planeo a riesgo de no lograr que el viento me lleve a ninguna parte. Después de todo, tan solo pretendo existir como un pájaro en vuelo observando el paisaje; un ejemplar majestuoso, único, como aquel que soñó el artista que me dio vida desde un estertor de inspiración.
Algunas pinceladas más allá, montañas lejanas se recortan contra un cielo distinto, sujetado por hilos de bruma paralelos al horizonte imaginario en la trastienda de la cordillera.
En el salón, se escuchan los primeros taconeos sobre el piso de madera.
A veces, deslumbrado por la misma fantasía que logro reconocer cuando ella misma se ilumina, vuelvo a creer que puedo existir más allá de la pulsión creativa del pintor que me inventó. Tal vez, en la atención de los concurrentes a esta galería de arte. O en sus voces susurradas frente al lienzo encuadrado que atravieso con mi vuelo.
Leandro Mesanza