El corral de los chanchos
«El opresor no sería tan fuerte si no tuviera cómplices entre los propios oprimidos.»
–Simone de Beauvoir
Hace unas horas, volví del río con la noticia de Benja. Aun no puedo sacarme de la cabeza la imagen de él flotando y mucho menos el color de la sangre en el agua. Mientras pongo la pava, no puedo dejar de pensar en todo lo que me trajo a este pueblo y en mi propio pasado.
La taza de yerbeado me quema las manos, pero no la suelto. A través del vapor veo a Carmela jugar con sus muñecas, peinándolas con un cuidado que me conmueve. Tiene doce años, pero a veces parece mayor, como si llevara dentro algo más viejo que el mundo.
―¿Querés más azúcar, hija? ―le pregunto, aunque ya sé la respuesta. Carmela nunca quiere azúcar; siempre dice que así se siente más fuerte.
Esa fuerza no sé de dónde la sacó. No de mí. Yo llegué a este pueblo con las manos vacías y el corazón roto, una mujer sin fuerzas. Lo único que tenía era un bolso con ropa vieja y un embarazo que nunca había soñado. Carmela fue el resultado de noches de horror en la casa donde crecí, en la cama que compartíamos todos, porque cuando sos pobre y somos muchos, tener una cama propia es un lujo. Aun así, éramos una familia, aunque a veces lo peor habita en la misma sangre. Mi padre algunos días llegaba a casa borracho y entraba en silencio, yo me hacía la dormida porque sabía lo que se venía.
―Esto queda entre nosotros ―susurraba, como si fuera un juego, aunque yo sabía que así no se jugaba. Cuando lo conté, mi madre no me creyó.
―No seas mentirosa, Clarita. Tu papá es un hombre bueno, vos sos putita como tu tía Isabel, mostrando las piernas, peinándote como una Reina, agradecida deberías estar de que tu padre te de comida.- Cuando le mostré los moretones en la espalda, me respondió con una cachetada.
―Dejá de inventar cosas, te pasa por machona y andar trepada en los árboles.-
En esa casa aprendí que las mujeres se callan, aguantan, y sobreviven. Y cuando no aguantan más, se van, con su verdad oprimida y la piel marcada.
Llegué aquí buscando algo que nunca tuve: un lugar para empezar de nuevo. Y entonces apareció Gerardo, nos conocimos cuando cosechabamos cebolla en un campo cercano, yo estaba embarazada, cargaba el fruto del abuso de mi padre y 40 grados de calor sobre mis hombros, el se dio cuenta al instante y se acercó, me ofreció agua y simplemente sonrió, hay sonrisas que te curan cuando ya no crees en nada. Gerardo me miraba como si fuera la única mujer en el mundo, y durante un tiempo me hizo creer que era posible ser feliz. Se llevaba bien con Carmela, la llamaba su hija y la llevaba al río a pescar. Pensé que con él iba a poder enterrar el pasado. Pero el tiempo y el alcohol lo cambiaron. El pasado siempre vuelve, como un juego macabro de algún dios que te enseña a cachetadas.
―Clarita, tenés que dejar a ese hombre ―me dijo don Julián hace unas semanas, mientras empaquetaba el azúcar que había ido a comprar.
―No es tan fácil, don Julián. ―
―¿Y qué es fácil en la vida? Mirate, siempre estás con la cara marcada. La vida es dura, pero no por eso hay que vivirla así.―
Le sonreí para tranquilizarlo, pero no le respondí, una aprende con el tiempo a sonreír sin sonreír, una aprende a fingir que está bien. El almacén del barrio era mi refugio, el único lugar donde podía respirar sin que nadie me exigiera nada. Pero incluso ahí, la culpa y el miedo me seguían como sombras.
Ese jueves llegué a casa antes de lo habitual. El almacén estaba vacío, y don Julián me dejó ir temprano.
―Toma, llévate esas tortitas que se van a poner duras, y mandale un beso a Carmela ―me dijo mientras me sonreía con compasión.
Caminé hasta casa, abrazada por ese sol que te quema y la planta de los pies ardidas por la goma de las ojotas que ya no protegían, entré y escuché ruidos. Pensé que era Gerardo borracho, tropezando como siempre, tome la pala que estaba junto a la puerta y camine despacio, quizás eran los hijos de la Marta, siempre se quisieron meter a robar a casa, pero que me iban a robar ¿trapos viejos y ollas quemadas?. mire en la cocina, me fije en el baño y nada, ahí recordé que quizás era Carmela, seguro se vino antes de la escuela, esta pendeja que se trae a las amigas, como si alcanzara para darle de comer a todas.
-¡Dejame! - grito Carmela y se me congeló la sangre…
La puerta del cuarto estaba entreabierta. Lo vi encima de ella, tapándole la boca con una mano y tratando de levantarle la pollera. Nadie puede contar lo que siente una madre cuando tocan a tus hijos, yo sentí a mi padre tocándome los brazos, sentí su aliento, sentí su mugre entre mis piernas, sentí ira, sentí. Agarré la pala con las dos manos y, sin pensar, se la di en la cabeza.
El golpe fue seco, como partir un tronco de un hachazo. Gerardo cayó al piso, y Carmela empezó a gritar. La abracé y le dije que todo estaba bien. Que ya nadie iba a lastimarla, que el hombre malo se había ido.
Esa noche, mientras el pueblo dormía, cavamos una fosa en el corral de los chanchos. El olor de la tierra mezclado con el sudor y las lágrimas hacía que todo pareciera irreal, parecía un ritual, donde ambas, al fin descansábamos. Lo envolvimos en unas sábanas viejas y lo enterramos ahí, entre los animales que siempre le habían tenido miedo.
A veces pienso en esa noche y en cómo, por primera vez en años, sentí que podía respirar. Nadie preguntó por Gerardo. Era como si el pueblo supiera lo que había pasado y decidiera callar. Porque, ¿quién dudaría de Clarita? ¿Y quién se atrevería a buscar en el corral de los chanchos?
Carmela juega con sus muñecas, peinándolas con cuidado. La miro y pienso en lo que perdí y en lo que gané. En todas las veces que maté a Gerardo en mi cabeza antes de hacerlo de verdad.
Quizás, pienso, mientras termino el yerbiado. Quizás, si alguna vez me cruzo con algún hijo que lleve su sangre, también lo mate.
Adrián Delgado