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Cuadraditos de chocolate

De los rincones brotan, de sus pequeñas madrigueras. Son débiles y desagradables, oscuras y numerosas. Tienen antenas, se nutren de mi propio alimento, y ojalá pudiera llamarlas cucarachas.


Ya no puedo, se enojan, y nadie las quisiera ver enfurecidas, de eso estoy segura. Después de un tiempo descubrí que prefieren que las llame por su nombre, y que ahora sólo puedo acatar sus deseos.


En mi primer noche de insomnio conocí a Blatta. Nos miramos, no identifiqué su género, solo supe que era líder, la secundaban mil patas obedientes. En otro momento de mi vida, no hubiera tolerado semejante insolencia, la habría aplastado y reaplastado hasta convertirla en un escupitajo adherido a la suela de mi zapato. Pero atrapada en la carne inmóvil, aquella noche solo pude aceptar el desafío, la fuerza de sus ojos en duelo con los míos, fijos, penetrantes, sin pestañear. Hoy no me animaría ni siquiera a eso. Creí que mi magnetismo ocular la había encantado, como la sinfonía pungi hacía con las serpientes. 


Pero me equivoqué. Pensé que mi asqueante mirada había funcionado, inhibiendo todas sus intenciones, y me equivoqué de nuevo.


Ahí estaba, y ahí se quedó petrificada hasta que quiso. Parecía un pedazo de mierda duro incrustado en la cima de una montaña blanca. Ahí estaba, agazapada sobre el punto exacto donde moría el talud de mi cama. Y tan quieta, que parecía lucirse sobre la cumbre de mis pies inertes, cubiertos por la pulcritud de aquella colcha, que Ana estiraba con firme convicción antes de terminar su turno. Todo estaba detenido, mi quietud impuesta e infranqueable, la de ella libre y elegida.


Todo formaba parte de su estrategia, podía olerlo. Perdí la primer batalla – y todas las siguientes- tuve que bajar la guardia, mis ojos necesitaban una pequeña pausa. Ella en cambio no dejó de observarme fijamente, y al instante siguiente de haber declinado mis escudos, avanzó con todo el ejército a sus espaldas, y con tanta rapidez, que la colcha almidonada se transformó en un campo militar barroso, con miles de antenas arrastrándose a gran velocidad en busca de su presa. Y sin pedir permiso, treparon hasta que la primer fila se detuvo en el borde superior del doblez de la frazada a cuadros.


Blatta, parada en el casillero central, tomó impulso y saltó hacia mi nariz, y desde el pedestal dio la orden, y se dividieron en dos bandos. Las primeras filas avanzaron explorando las partes sensibles de mi cuerpo expuesto, y una vez copado ese territorio, el resto se dirigió ordenadamente a la conquista de la zona muerta, la que dormía eternamente debajo las sábanas.


Después de varios ataques nocturnos sucesivos, descubrí lo que buscaban. El dulce era su alimento favorito, por eso las subterráneas se relamían con el aceite de coco con el que Ana prevenía las éscaras. Las otras, más experientes, hacían el trabajo difícil, el que requería de una mayor destreza y de un cuidado especial para no matar la fuente del sustento. Debían recorrer con paciencia, evitar los obstáculos y tener suma precaución para no caerse en las cavidades naturales del rostro. Después de algunas inspecciones, ya sabían a donde tenían que ir. Ana había cobrado un afecto especial por mí – o tal vez era solo pura lástima- , y pese a que no podíamos hablar, había averiguado que uno de los placeres que aún podía disfrutar, era dormir con un pedacito de chocolate diluyéndose en mi boca. Así que, antes de despedirse, abría el cajón de la mesita, cortaba

dos cuadraditos y los colocaba debajo de mi lengua, para que tuviera dulces sueños.


Después de unas horas, el tesoro quedaba chorreteado entre la comisura de mis labios. Hacia allí se dirigía la élite. Antes del amanecer y después de tremendo banquete, Blatta se colocaba en el trono y con un fuerte aleteo anunciaba la hora de la retirada. Nada podía hacer, más que sentir temor. Lo raro, era que esperaba cada noche que sucediera. Me gustaba sentir que mi corazón se aceleraba y mi respiración se agitaba, y que un sudor frío se deslizaba por mis sienes.


En el día más lluvioso del año cambió el rumbo de mi vida. Ana tuvo que retirarse intempestivamente. No hubo tiempo para estirar la colcha, ni para masajes, y tampoco para chocolate. Se disculpó y corrió hacia la puerta con las llaves y el paraguas en la mano. Sonreí con tono de venganza, y esperé animada el silencio nocturno.


Y aparecieron. Blatta notó sin más el cambio de escenario, y dio la señal de alerta para que el resto pegara la retirada. Una vez más, como en nuestro primer encuentro quedamos conectadas a solas. Pero esta vez fue diferente. Con pasos cautelosos y girando sus antenas, se fue aproximando tratando de esquivar las arrugas del camino, luego tomó un desvío y subió la pendiente de la almohada, pegó un salto y cayó justo en la mitad de mi frente. Caminó hacia la derecha y me susurró: “ Blatta, me llamo Blatta, y no me gusta como nos nombra tu manada. Tu silencio me suena a respeto, pero tal vez solo sea cobardía, y tu obediencia nos honra. Un último anuncio, compórtate como debes, y hasta podremos llegar a ser amigas”.


Agitó sus alas, su cuerpo se estremeció y en un solo movimiento sus patas quedaron agarradas al cajón de la mesita de luz. El resto de la Colonia corrió por el piso y subieron a su encuentro. Algunas trepando por las patas, otras por el cable de la portátil, y las más acróbatas brincando desde el sillón de Ana.


Una muralla compactada de patas y antenas abrió el cajón. Blatta bajó con elegancia, resquebrajó el papel metalizado, y con la colaboración de sus secuaces, cortaron a la perfección dos cuadraditos, que cargaron sobre sus espaldas amontonadas. Para mi sorpresa, el dulce terminó como todas las noches derritiéndose en mi boca.


Desde entonces, me pongo contenta cuando Ana se despide, y las espero, con sumo respeto, sin sed de venganza. 


Nadie podría imaginar que ahora soy parte de otra manada.



Gabriela Ballerio


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