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Círculos

Que le costó trabajo descubrir el tiempo exacto de programación del microondas. Desde que se le ocurrió la idea y empezó a probar, tardó cuatro desayunos y tres meriendas en encontrar el punto justo. Algo más de un minuto y medio, noventa y siete segundos para ser exactos. Con ese parámetro fijo, que incluso logró programar en la memoria del aparato, y colocando la taza siempre con el asa al frente, la temperatura del café con leche resultaba óptima. Además, el asa quedaba de nuevo hacia adelante al terminar. Gracias a este hallazgo, en adelante pudo manipular la taza sin quemarse, evitando tener que agarrarla del cuerpo, y ya no debió preocuparse por intentar no volcarla sobre el plato de vidrio giratorio durante el incómodo trajín. Martes y jueves con la tasa amarilla. Sábados con la celeste y domingos con la rosada. Lunes, miércoles y viernes desayunaba en la cafetería de la clínica, y no debía ocuparse de este asunto.


Que lo único que heredó de su tío, fue la colección de discos de vinilo de Led Zeppelin. Tenían las tapas ajadas y estaban tan sucios como la sábana que utilizó para colgarse de la reja del patio de la casa de los abuelos. Todos estaban rayados, y en algunos puntos, la púa del tocadiscos saltaba y la música quedaba repitiéndose en un laberinto sonoro. Al tiempo, se convenció que no había azar en esos cruces entre hendiduras y surcos tallados que la inercia de la púa no podía vencer: el alma en pena de su tío malogrado le suplicaba con señales. En “Fool in the rain” saltaba hacia el final de la canción en la frase “Light of the love that i found”. Llovía el día del suicidio, y en esos tiempos se había enamorado en serio por primera vez y nunca fue correspondido; ni esa vez ni ninguna otra vez. En “In my time of dying” en la letanía de una de las repeticiones de “Oh, my Jesus”. En “Inmigrant song” en medio del alarido crispado sobre la introducción de la canción. Allí estaba la desesperación de su tío desde su vuelta de España. En la era digital, libre de estos sobresaltos, nunca pudo acostumbrarse a escuchar ese puñado de canciones de manera continua. Los discos los malvendió en una feria a un coleccionista, luego de la salida de su última internación.


Que había vuelto al parque hace unos cuando el autobús llegó a destino. Después de mucho tiempo, pudo ver que habían reparado el caballo dorado, el de más afuera del círculo. Los otros dos de ese color estaban más cerca del centro y siempre funcionaron normalmente. Había en total quince caballos en cinco colores diferentes. De los tres dorados, el de más afuera era el único del carrusel que no subía y bajaba mientras daba vueltas y era el que, exclusivamente, elegía aquel niño de pelo lacio y cerquillo recto que giraba con la mirada puesta en el banco de madera desde donde lo vigilaban los adultos que lo acompañaban. Si ese caballo estaba ocupado, el niño no subía en esa vuelta y esperaba hasta que estuviese libre. Desde que lo repararon, sube y baja mientras gira como todos los demás. Ahora, si el niño volviese a aparecer, solo utilizaría las hamacas sobre el arenero y miraría de lejos el carrusel.


Todo esto me lo contó Atilio durante nuestro primer viaje juntos en el autobús. Lo recuerdo como si fuese hoy mientras me pregunto que habrá sido de su vida. Ese día hablamos por primera vez. Recuerdo todos los detalles menos el tono de su voz.


Esa voz. Las tasas que ya no queman. El asiento de al lado siempre libre. Esas voces. Los viajes desde y hacia la clínica. Esas otras voces. La misma parada frente al parque. El amor nunca correspondido. Origen y destino. El banco de madera. La voz de Atilio. Las pastillas en el arenero. El niño girando en el carrusel. El frasco vacío. Las tasas de colores cronometradas. El pelo lacio y el cerquillo recto ¿Y la voz de Atilio? Las canciones que nunca terminaban. La sábana tensada. La púa repicando contra la hendidura. El barrote de la reja deformado por el peso. Mi voz.


Todo en círculos.



Leandro Mesanza


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