Hoy hay lentejas
El café está frío, pero lo sostengo entre las manos como si pudiera calentarme. No sé por qué lo hago. Tal vez es por costumbre, o porque me da miedo soltar y quedarme con las manos vacías. Miro la pared blanca, casi limpia, salvo por la mancha de humedad que va creciendo con los días en la esquina donde la cortina no alcanza a cubrir la luz. No me molesta la luz, en realidad, me molesta más tener que pensar qué voy a hacer de comer. A mí me gustan las lentejas, a mi mamá no. Anoche discutimos por eso, como casi siempre, lo que inicia como una discusión sobre la comida termina en una guerra.
Que mi papá nos dejó por mi culpa., que yo era un pibe extraño, callado, con la mirada perdida, y que, si hubiese sido distinto, él se habría quedado, que jamás me desearon, que yo solo vine. Y entonces gritó, gritó como si cada palabra le saliera desde un lugar que no quería controlar. Yo, en cambio, no grité. Me quedé en silencio, escuchándola, como quien mira un incendio sin saber cómo apagarlo. Y cuando se quedó sin voz, cuando ya no había más que decir, me levanté y me fui a dormir. No por cansancio, por costumbre supongo. Como si ese fuera nuestro ritual nocturno: pelear hasta el agotamiento, dormir sin despedirnos.
Y ahora estoy acá, frente a la pared, con el café tibio de tanto sostenerlo y la cabeza hecha un nudo. A veces pienso que mi mente se parece mucho a una sala de espera. Lo único que me saca de ese estado es un punto negro, pequeño, que se mueve lento sobre la pintura blanca. Una mosca, negra, redonda, con el cuerpo brillante. Tiene esa manera rara de moverse, entre torpe y precisa, como si no supiera qué hacer con tanta libertad. Las moscas sobreviven a todo. Pueden alimentarse de lo que nadie quiere: basura, abandono, mugre, muerte, mierda. Y ahí siguen, como si nada.
El café sigue frío, me froto las manos como siempre, como hacen las moscas, las froto a veces cuando me pongo nervioso. Cuando estoy solo, cuando me doy cuenta de que no sé muy bien cómo existir en el mundo, en cambio las moscas si que saben de existir, están, insisten, se posan sobre lo que no debería tocarse. La carne, el miedo, los recuerdos. Yo también tengo cosas que se posaron sobre mí sin pedir permiso: la culpa, el silencio, el abandono. Me las dejaron encima como una bolsa de basura que se deja en una puerta ajena. Y uno la mira, sin saber muy bien qué hacer con ella.
Ya es medio día y el reloj no suena, se quedó quieto, enmudecido, respetando el silencio ajeno.
—Mamá, hoy hay lentejas —dije, casi en un susurro que fue creciendo hasta convertirse en un grito que no esperaba
Ella no respondió. Las moscas seguían sobre su piel, moviéndose impunemente, comiéndola como si lo mío no hubiera sido un grito, como si yo no hubiese dicho nada.
Adrián Delgado