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Piedras en los bolsillos

«El que lucha con monstruos debe tener cuidado de no convertirse en uno.»

-Friedrich Nietzsche.


Desde chica me enseñaron que las palabras son armas. Algunas sirven para protegernos; otras, para atacar sin misericordia. Hay días en los que ni siquiera las palabras alcanzan, y una aprende a usar las manos o las piedras.


Benja y yo fuimos vecinos toda la vida. Él era el más lindo del grupo, con sus ojos marrones claros y esa sonrisa que desarmaba hasta a las mujeres más malas. Yo era la negrita del barrio, la que todos miraban por encima del hombro, la sucia, la invisible, la pobre. Mi piel oscura y mi ropa remendada eran un recordatorio de todo lo que no querían ser.


Cuando éramos chicos, Benja no se molestaba en mirarme, pero yo lo miraba todo el tiempo. Él sabía que me gustaba, lo sabía todo el barrio. "Aquella está loca por vos," le decían, y él se reía, como si fuera un chiste, la negrita no tiene derecho a enamorarse, pensaba yo.


Con los años, la distancia entre nosotros solo creció. Él era el que todos querían, y yo seguía siendo la que nadie recordaba. Una tarde, cuando iba camino a casa de una amiga, me sorprendió:


―Hey, sh sh, Laila, ¿a dónde vas? ―preguntó, mientras se acercaba desde el otro lado de la calle.


No supe qué responder al principio. ¿Él me habla a mi?, pensé.


―A casa de una amiga ―dije, sintiendo cómo mis palabras se alborotaban por salir, una se pone torpe, tonta, cuando alguien que te gusta te habla.


Él sonrió, con esa mueca de promesa que nunca iba a cumplirse.


―¿Puedo acompañarte? ―dijo, con las manos en los bolsillos y los ojos clavados en mis piernas.


Mis shorts cortos eran lo único nuevo que tenía, un regalo que mi madre había comprado con esfuerzo. Me sentí desnuda bajo su mirada, pero le dije que sí. No quería parecer desagradecida, solté mi pelo y con mis dedos intente estirarlo, arregle mi short y seguí caminando.


Caminamos juntos, bajo el sol que te regala cuarenta grados a la sombra y por primera vez, me habló como si yo importara. Me preguntó cosas simples, como si quería seguir estudiando o si me gustaba vivir en el pueblo. Su mirada  siempre volvía a mis piernas, a mis manos, a cualquier parte pero nunca a mi ojos, es como si le interesara más la carne, que desnudarme el alma.


En un momento, cambió de rumbo.


―Vamos al río, ―dijo, señalando hacia un camino de tierra que se perdía entre los árboles.


―Pero tengo que ir a casa de mi amiga ―protesté, aunque mi voz sonó débil incluso para mí.


―No tardamos. Además, te va a encantar ―insistió, con esa sonrisa que siempre lograba lo que quería.


El río apareció frente a nosotros como una herida abierta en el paisaje. Él se giró hacia mí, y por primera vez, vi algo que no era burla en sus ojos. Algo más oscuro, más decidido, la maldad.


―Siempre haces lo que te dicen, ¿no?


Su voz era suave, suave, pero con filo. Me paralice por un momento. Ese “siempre” me dolió, como si fuera verdad. Si de algo me he preocupado en mi vida es de no hacer lo que me dicen, jamás deseé ser como mi madre, que agachando la cabeza como un siervo acataba las ordenes de mi padre, o de cualquiera que siendo un miserable, se abusaba de su pocas ganas de protestar. 


Cuando dio un paso hacia mí, algo se rompió. Quizás fue el eco de todas las veces que tragué saliva y me quedé callada. Quizás fue el peso de todas las manos que alguna vez se posaron donde no debían.


―Benja, vámonos. Ahora ―le dije, intentando que mi voz no temblara. Pero él no estaba escuchando. Sus dedos me rodearon el brazo como raíces que aprietan una piedra, como si intentara que floreciera algo que no existía.


Yo quería irme, empecé a gritar, tan fuerte, que los pájaros abandonaron las ramas, ninguno quería ver, ninguno podía ayudar, me retorcí, luche, pero Benja se tiró sobre mí, me cubrió la boca y me lleno de cachetadas para atontarme, mientras su bulto se estremecía entre mis piernas. Grite, grite tan fuerte que un grito no era suficiente para que me soltara.


Intentó besarme a la fuerza mientras me decía: 


―Callate negrita, las negritas son obedientes.


Sentí su aliento cerca, cargado de un deseo rancio y podrido mientras parecía no importarle lastimarme. Me revolqué como una víbora que va mudando de piel, mientras sus gemidos me azotaban la cabeza, estire mi mano y agarre una piedra, reventándosela en la cara, una y otra vez, endemoniada y llena de rabia, gritando y llorando mientras el polvo se asentaba, me lo quite de encima y cayó al río.


No recuerdo el golpe. Solo el sonido. Como el crujido de una rama seca, como un rayo cayendo sobre un árbol viejo, vi la sangre, extendiéndose en el agua, dibujando círculos que parecían halos de santos muertos.


Benja flotaba, y el río lo cargaba con la misma indiferencia que arrastra las ramas muertas. Yo me quedé en la orilla, con la piedra aún en la mano. Era pesada y, sin embargo, no quería soltarla. 


Siempre me pregunte que sentiría alguien que asesinaba, jamás imaginé que el miedo tembloroso se convertiría en una respiración pausada, “ Vos te defendiste” me repetí una y otra vez, mientras el cuerpo se alejaba, nadie vio nada, nunca nadie ve, ni los pájaros que volvían a sus ramas. 


Me levanté, recogí mi pelo y arreglé mi ropa, me paré frente al río, hundí mis manos en el agua fría y las froté con fuerza, para limpiar la sangre, mientras lloraba. 


Ese día, entendí que el alivio tiene forma de círculos de sangre en el agua. Que el poder no siempre es un grito; a veces, es un silencio profundo y perdido. Y es que algunas personas nacen con alas; otras, con raíces. Yo nací negra, pobre y con piedras en mis bolsillos.




Adrián Delgado


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