La ochava
A partir de cierta noche lluviosa durante el verano, Miguel Ángel empezó a escuchar unos ronquidos. Con la persiana baja, pero con las tablillas sin apretar del todo para que pudiese entrar un poco de aire, empezó a imaginar su cerebro insomne a escasos centímetros de ese otro cráneo desvalido, separado por un muro de ladrillos de juntas desgranadas por la humedad que escalaba por detrás del lambríz. En ese incómodo afán, no podía evitar sentirse culpable por estar del lado privilegiado de esa muralla. Sin embargo, de tanto tomar conciencia de esa presencia que lo secundaba, llegó un punto en el que, cuando ésta apenas se presentaba, ya no lograba conciliar el sueño.
Harto de esa peripecia por el encadenamiento de unas cuantas noches de mal dormir, una madrugada asaltada por los chirridos de las cotorras, decidió enrejar la ochava de la esquina para que nadie más pudiese dormir bajo la ventana de su dormitorio. Poseído por una urgencia insana, que por más que la reconoció ajena no lo hizo recapacitar; en cuanto el herrero de la otra cuadra abrió las puertas de su taller, le hizo el encargo sin mayores ponderaciones.
—Buenos días Miguel Ángel ¿Qué lo trae por acá tan temprano? —Saludó el herrero.
—Necesito urgente una reja, en realidad serían dos. Tienen que tener de ancho tres metros cada tramo, van a ir perpendiculares. De altura tes cincuenta va a estar bien, ya medí todo. Ponele marco de planchuela de las gruesas y redondos de catorce verticales cada quince centímetros. Cada tramo va a ir alineado con la línea de fachada de las casas de cada cuadra. Abajo la agarrás a la vereda nomás. Arriba, al fondo del balcón del apartamento del primer piso. Dale dos manos de antióxido, que el esmalte se lo doy yo después que las pongas. —Miguel Ángel terminó de escupir las instrucciones de corrido y solo se detuvo a esperar una palabra de aceptación.
—¿Usted pidió permiso para eso? La de la peluquería tuvo lío por algo parecido. Se la hicieron sacar y ahora la tiene tirada en el patio.
—Vos no te preocupes por eso, me tienen podrido los pichis. Sacame la cuenta ahora, así te dejo la seña. Voy hasta la panadería del gallego y a la vuelta arreglamos. Ah, sin puerta ni nada, cualquier cosa entro y salgo por la ventana.
El herrero asintió en silencio, y mientras veía a Miguel Ángel caminar por la subida de Lagunillas, sacaba la cuenta de los kilos de hierro para tenerle el precio pronto cuando pegara la vuelta.
Una vez que la reja estuvo colocada, y que el triángulo de baldosas de nueve panes y de algo más de tres metros cuadrados quedó a resguardo de quien quisiera roncarle en la cara a través de la pared, Miguel Ángel decidió no pintarla.
La primera noche posterior a la colocación, durmió de corrido hasta las tres de la mañana. Se sobresaltó convencido que los ronquidos lo habían despertado otra vez, pero en seguida le pareció que lo había soñado. Por las dudas, y contrariado, levantó la persiana y balconeó la ochava. Todo estaba en orden. Antes de cerrarla, reparó por primera vez, en que la lámpara del alumbrado público titilaba. Los insectos que volaban alrededor, parecían excitarse en cada destello. No logró volver a dormirse por el zumbido de las alimañas y por la intermitencia de la luz colándose por las rendijas de las tablillas de la persiana. Amaneció dibujando mentalmente las sombras que había visto durante la noche estampándose en la pared, sobre el tenue resplandor de sus párpados cerrados.
Pasó las siguientes tres noches penando con esa luz y con los zumbidos. Para peor, durante la última noche se le sumó un grillo. Como detectó que estaba adentro de la casa, lo buscó de forma insana, lo encontró y lo mató.
A la mañana siguiente, tomó cartas sobre el asunto de la luz y los zumbidos. Saltó sobre la ochava y colocó malla sombra en el tramo de la reja por donde se colaba la luz, sujetándola a los barrotes con precintos.
Esa noche, y dado que resultaba obvio que eso no solucionaba el ruido de los insectos, terminó reventando la lámpara con un rifle de aire comprimido. El disparo se sintió en doscientos metros a la redonda.
. A la mañana siguiente, tenía una intimación del municipio para que retire la reja de la vía pública: primer aviso, la próxima lo multarían. A la tercera otra multa e intimación por vía judicial. Decidido a no retirar la reja, y habiendo conjurado una estrategia delirante para evitar las multas, que incluyó sacar la chapa con el número de puerta de su casa y desconectar el timbre cortando el cable con una tijera, tuvo por fin un par de noches donde logró dormir relativamente bien.
Para cuando contra todo pronóstico de eficiencia, el municipio repuso la lámpara, ya le habían robado la malla sombra de la reja. Si bien la luz ahora no era intermitente, los insectos volvieron a rondar el bulbo tibio, y con ellos regresó el insomnio. Por suerte, aún no le llegaba la segunda multa por no retirar la reja.
Ya con la mínima cantidad de paciencia que le cabía en el cuerpo, compró un ventilador de techo con instalación incluida, y empezó a pasar las noches calurosas con la ventana y la persiana cerradas. Si bien el artefacto lograba atenuar la falta de ventilación y le permitía sobrellevar las altas temperaturas, el saber que las aspas giraban sin parar a pocos metros de su cabeza, comenzó a trastornarlo. Además, cuando apagaba la luz se olvidaba en qué sentido giraban las aletas del artefacto, y eso, le provocaba una obsesiva irritación que se repetía una y otra vez, por no lograr retener ese detalle.
Varias noches después, y con un nivel de perturbación digno de ser observado, Miguel Ángel apagó el ventilador de techos, abrió la ventana y levantó la persiana. Prosiguió de manera calculada, tirando la almohada hacia afuera. Luego, se dio impulso parado en la cama, hasta hacer pie en el antepecho y tomar la fuerza necesaria para saltar sobre la ochava enrejada.
Acomodó la almohada contra la pared sobre las colillas de cigarrillos apagados, y se tendió sobre las baldosas pegajosas por la savia de los paraísos. Con los desniveles de los escalones de las juntas de las baldosas incrustándole la espalda, Miguel Ángel logró dormir un sueño profundo después de varias semanas.
Despertó con el sol de la mañana y el traqueteo de un carro tirado por un caballo reventando los adoquines. La persiana estaba cerrada y así permaneció durante largo tiempo.
Leandro Mesanza