Calostro
A mi dulce Ema:
Necesito contarte. Ya pasaron veinte años. Nunca viniste a verme, no te dejaron. Pero sé que me recuerdas, puedo olerte y sentir que me extrañas.
Y ahora presiento que me vas a entender.
Naciste una noche de invierno, yo estaba ahí, mis manos decididas cortaron el cordón.
¡Bendito momento! Nadie sospechó por qué sonreí en ese preciso instante.
Ema, mi Ema. Solo eso pude decir, las otras palabras quedaron atrapadas en mi garganta.
El amor infinito consumió el oxígeno, casi no podía respirar.
El Universo implotó y se redujo a un tú y yo, no había más existencias, todas las imágenes se apagaron, salvo un intenso haz de luz que encendió por siempre este binomio.
La dulce espera me regaló tiempo suficiente para convertirme en fuente de tu alimento. Mi virginidad maternal no me desesperanzó, froté mis pezones inertes con ambrosía y néctar, adorné mi cuello con miles de galatitas, preparé pócimas de femineidad y las bebí hasta anegar cada rincón de mi ser. Recé a todos los dioses, prometí y rogué hasta sangrar las rodillas.
Y aprehendí lo necesario, rescatando las memorias de mi pasado, y robando algunas vivencias ajenas.
El ingreso a la sala de lactancia ubicada en el piso 3 estaba prohibido. Pero mi deseo era tan profundo, que me atreví a invadir la intimidad de las nodrizas de oficina.
Lo hice por ti, y por mi. No fue valentía, solo sentí desesperación.
Tú seguro lo vas a entender, sabemos lo que se siente.
A la hora del almuerzo daba excusas para no ir a la cantina, y me escapaba al piso 3. Subía por la escalera de emergencia, esperaba que no apareciera nadie y entraba al escondite. Desde el segundo box del baño, las podía ver. Corría la tapa de la cisterna, y las observaba. No sé quién hizo ese agujero en la pared, tal vez solo fue un descuido, o quizás un designio divino, pero lo importante era que estaba a una altura perfecta.
Laura se ordeñaba primero, era como una autómata, se higienizaba, colocaba el aparato, y sin hacer una mueca esperaba que se llenara el recipiente. La llegué a odiar, no se merecía el don, me hacía acordar a las vacas viejas del tambo de mi abuela. Sí, ella me crió hasta los nueve años, y me enseñó a amarte de esta forma. Hasta su muerte, sus pechos fueron la cueva de mis penas, y de mis glorias. Todavía la extraño, por eso conozco tu tristeza, tu vacío. El dolor del desgarro.
El turno siguiente era de Amanda, ella era mi preferida, su ojos bailaban al compás del movimiento sublime de sus pechos. Los lunes eran una maravilla, no se ordeñaba, le traían al bebé. En esas ocasiones ella cerraba la puerta, no sonaba la música de siempre, todo ocurría en un silencio brillante. Necesitaban intimidad, las fuerzas incontrolables del placer se apoderaban de su cuerpo, y desde sus pezones erectos una lluvia blanca regaba hasta los más ocultos laberintos, y no podía evitar que su piel se estremeciera. Algunas veces temía que se escucharan mis tímidos gemidos.
Te confieso, a tu llegada tenía todo preparado, sabía lo que tenía que hacer. Nuestra primer noche fue inolvidable, todavía está impregnada en mi memoria, y fue lo único que me permitió seguir viviendo en el ostracismo de estos últimos años. Exiliaron mi cuerpo, pero mi alma sigue junto a ti.
Esperé a que tu madre durmiera, y por fin te tomé. Amparada en mi regazo tibio y desnudo, me buscaste, mis pezones hambrientos te recibieron, nos entrelazamos en un éxtasis celestial, y nos saciamos hasta sonrojarnos en la plenitud de la aurora.
El milagro se cumplió, los rezos fueron escuchados. Desde las cuevas infértiles, la sangre fluyó hacia mis pechos y se transformó en calostro, derramando el amor que nos unió para siempre.
Esa noche, y mil noches más, una tras otra, tus pequeños labios succionando con frenesí, liberaban el sosiego provocado por mis fluidos oprimidos. Y nos alimentamos con blanco elixir, la pureza saboreada en una soledad de a dos, porque solo así evitaríamos que fuera manchada por la incomprensión de los profanos.
En nuestra última noche el diablo despertó a tu madre, no vio la luz, y me condenó a este infierno. Aún sigue enceguecida, no comprende, no olvida, ni perdona.
Mi amor es eterno, sigue acá, solo está atrapado en la soledad de estas rejas.
Los escépticos impolutos me custodian. Pero nadie puede evitar que mis pechos exploten.
Me enteré hace unos días, me regalarás la dicha de ser abuelo. Por eso me animé escribirte. Ahora podrás entender, tus pechos estarán tan sedientos como los míos. Puedo olerte y sentir que me extrañas.
Te amaré por siempre, Papá.
Gabriela Ballerio