Pozo de larvas
En esa tarde sé que te diste cuenta de cuántos pozos habitaste. Hoy quiero recordar uno de ellos. Tal vez no el más profundo, pero sí el más oscuro. Aquel lleno de larvas y otros insectos –de esos que chupan la sangre aunque no quede ni una gota–.
¿Te acordas cuando estabas ahí? Te convertiste en cadáver. Todas las noches tu cama era una tumba. Las sábanas se mezclaban con la tierra y el frío calaba tus huesos –aunque hiciera calor afuera–.
Cada mañana te despertabas, casi por inercia, y ya tenías a las larvas ahí alimentándose lentamente de lo que quedaba de vos. En ese pozo solo quedaban restos. Ya no sabías si habías existido fuera de ese pozo alguna vez, ni lejos de esos bichos asquerosos. No sabías si alguna vez fuiste alguien más. Algo en vos resistía, hacía fuerza para salir, pero también pensabas que si lo lograbas lo que saliera de ahí no iba a estar completo.
¿Pero qué quedaba de vos después de tanto tiempo metida ahí? Quizás restos de un alma desgarrada por la incomodidad de vivir. Tal vez por eso dudabas, fuera del pozo ya no había nada familiar. El mundo había seguido sin vos. Tu mundo había cambiado.
¿Te acordas de lo que eras antes de ese pozo? Esperabas que alguien desde ahí arriba te recordara lo que eras o lo que podías llegar a ser. Eras vos quien podía saberlo y responderlo.
Escuchabas las voces de quienes habías querido, los ecos de los lugares donde alguna vez fuiste parte. Pero ya no sabías ni cómo hablarles. Ese lugar que conocías y era tu comodidad del afuera te estaba consumiendo. En algún punto lo supiste; tenías que salir de ahí.
Los bichos, al no tener ya nada que arrasar, se fueron. Y entonces, caminaste, no sé cómo pero lo hiciste. Paso a paso. Primero un pie y después el otro. Ahí, justo ahí, entendiste que no era el final, sino el comienzo de algo que nunca imaginaste. Una vida después del pozo.
Perdona que corte las palabras por acá, tu hija está llamando. Quiere que le alcance unos platos para poner la mesa.
Qué hermoso es saber que alguien te espera, ¿no?
LB.